La espinosa senda del honor
[Cuento infantil. Texto completo]

Hans Christian Andersen

Circula todavía por ahí un viejo cuento titulado: «La espinosa senda del honor, de un cazador llamado Bryde, que llegó a obtener grandes honores y dignidades, pero sólo a costa de muchas contrariedades y vicisitudes en el curso de su existencia». Es probable que algunos de ustedes lo hayan oído contar de niños, y tal vez leído de mayores, y acaso les haya hecho pensar en los abrojos de su propio camino y en sus muchas «adversidades». La leyenda y la realidad tienen muchos puntos de semejanza, pero la primera se resuelve armónicamente acá en la Tierra, mientras que la segunda las más de las veces lo hace más allá de ella, en la eternidad.

La Historia Universal es una linterna mágica que nos ofrece en una serie de proyecciones, el oscuro trasfondo de lo presente; en ellas vemos cómo caminan por la espinosa senda del honor los bienhechores de la Humanidad, los mártires del genio.

Estas luminosas imágenes irradian de todos los tiempos y de todos los países, cada una durante un solo instante, y, sin embargo, llenando toda una vida, con sus luchas y sus victorias. Consideremos aquí algunos de los componentes de esta hueste de mártires, que no terminará mientras dure la Tierra.

Vemos un anfiteatro abarrotado. Las nubes, de Aristófanes, envían a la muchedumbre torrentes de sátira y humor; en escena, el hombre más notable de Atenas, el que fue para el pueblo un escudo contra los treinta tiranos, es ridiculizado espiritual y físicamente: Sócrates, el que en el fragor de la batalla salvó a Alcibíades y a Jenofonte, el hombre cuyo espíritu se elevó por encima de los dioses de la Antigüedad, él mismo se halla presente; se ha levantado de su banco de espectador y se ha adelantado para que los atenienses que se ríen puedan comprobar si se parece a la caricatura que de él se presenta al público. Allí está erguido, destacando muy por encima de todos. Tú, amarga y ponzoñosa cicuta, debías de ser aquí el emblema de Atenas, no el olivo.

Siete ciudades se disputan el honor de haber sido la cuna de Homero; después que hubo muerto, se entiende. Fijaos en su vida: Va errante por las ciudades, recitando sus versos para ganarse el sustento, sus cabellos encanecen a fuerza de pensar en el mañana. Él, el más poderoso vidente con los oídos del espíritu, es ciego y está solo; la acerada espina rasga y destroza el manto del rey de los poetas. Sus cantos siguen vivos, y sólo por él viven los dioses y los héroes de la Antigüedad.

De Oriente y Occidente van surgiendo, imagen tras imagen, remotas y apartadas entre sí por el tiempo y el espacio, y, sin embargo, siempre en la senda espinosa del honor, donde el cardo no florece hasta que ha llegado la hora de adornar la tumba.

Bajo las palmeras avanzan los camellos, ricamente cargados de índigo y de otros valiosos tesoros. El Rey los envía a aquel cuyos cantos constituyen la alegría del pueblo y la gloria de su tierra; se ha descubierto el paradero de aquel a quien la envidia y la falacia enviaron al destierro... La caravana se acerca a la pequeña ciudad donde halló asilo; un pobre cadáver conducido a la puerta la hace detener. El muerto es precisamente el hombre a quien busca: Firdusi... Ha recorrido toda la espinosa senda del honor.

El africano de toscos rasgos, gruesos labios y cabello negro y lanoso, mendiga en las gradas de mármol de palacio de la capital lusitana; es el fiel esclavo de Camoens; sin él y sin las limosnas que le arrojan, moriría de hambre su señor, el poeta de Las lusiadas.

Sobre la tumba de Camoens se levanta hoy un magnífico monumento.

Una nueva proyección.

Detrás de una reja de hierro vemos a un hombre, pálido como la muerte, con larga barba hirsuta.

-¡He realizado un descubrimiento, el mayor desde hace siglos -grita-, y llevo más de veinte años encerrado aquí!

-¿Quién es?

-¡Un loco! -dice el guardián-. ¡A lo que puede llegar un hombre! ¡Está empeñado en que es posible avanzar al impulso del vapor!

Salomón de Caus, descubridor de la fuerza del vapor, cuyas imprecisas palabras de presentimiento no fueron comprendidas por un Richelieu, murió en el manicomio.

Ahí tenemos a Colón, burlado y perseguido un día por los golfos callejeros porque se había propuesto descubrir un nuevo mundo, ¡y lo descubrió! Las campanas de júbilo doblan a su regreso victorioso, pero las de la envidia no tardarán en ahogar los sones de aquéllas. El descubridor de mundos, que levantó del mar la tierra americana y la ofreció a su rey, es recompensado con cadenas de hierro, que pedirá sean puestas en su ataúd, como testimonios del mundo y de la estima de su época.

Las imágenes se suceden; está muy concurrida la senda espinosa del honor.

He aquí, en el seno de la noche y las tinieblas, aquel que calculó la altitud de las montañas de la Luna, que recorrió los espacios hasta las estrellas y los planetas, el coloso que vio y oyó el espíritu de la Naturaleza, y sintió que la Tierra se movía bajo sus pies: Galileo. Ciego y sordo está, un anciano, traspasado por la espina del sufrimiento en los tormentos del mentís, con fuerzas apenas para levantar el pie, que un día, en el dolor de su alma, golpeó el suelo al ser borradas las palabras de la verdad: «¡Y, sin embargo, se mueve!».

Ahí está una mujer de alma infantil, llena de entusiasmo y de fe, a la cabeza del ejército combatiente, empuñando la bandera y llevando a su patria a la victoria y la salvación. Estalla el júbilo... y se enciende la hoguera: Juana de Arco, la bruja, es quemada viva.

Peor aún, los siglos venideros escupirán sobre el blanco lirio: Voltaire, el sátiro de la razón, cantará La pucelle .

En el Congreso de Viborg, la nobleza danesa quema las leyes del Rey: brillan en las llamas, iluminan la época y al legislador, proyectan una aureola en la tenebrosa torre donde él está aprisionado, envejecido, encorvado, arañando trazos con los dedos en la mesa de piedra; él, otrora señor de tres reinos, el monarca popular, el amigo del burgués y del campesino: Cristián II, de recio carácter en una dura época. Sus enemigos escriben su historia. Pensemos en sus veintisiete años de cautiverio, cuando nos venga a la mente su crimen.

Allí se hace a la vela una nave de Dinamarca; en alto mástil hay un hombre que contempla por última vez la Isla Hveen: es Tycho Brahe, que levantará el nombre de su patria hasta las estrellas y será recompensado con la ofensa y el disgusto. Emigra a una tierra extraña: «El cielo está en todas partes, ¿qué más necesito?», son sus palabras; parte el más ilustre de nuestros hombres, para verse honrado y libre en un país extranjero.

«¡Ah, libre, incluso de los insoportables dolores del cuerpo!», oímos suspirar a través de los tiempos. ¡Qué cuadro! Griffenfeld, un Prometeo danés, encadenado a la rocosa Isla de Munkholm.

Nos hallamos en América, al borde de un caudaloso río; se ha congregado una muchedumbre, un barco va a zarpar contra viento y marea, desafiando los elementos. Roberto Fulton se llama el hombre que se cree capaz de esta hazaña. El barco inicia el viaje; de pronto se queda parado, y la multitud ríe, silba y grita; su propio padre silba también: -¡Orgullo, locura! ¡Has encontrado tu merecido! ¡Qué encierren a esta cabeza loca!-. Entonces se rompe un diminuto clavo que por unos momentos había frenado la máquina, las ruedas giran, las palas vencen la resistencia del agua, el buque arranca... La lanzadera del vapor reduce las horas a minutos entre las tierras del mundo.

Humanidad, ¿comprendes cuán sublime fue este despertar de la conciencia, esta revelación al alma de su misión, este instante en que todas las heridas del espinoso sendero del honor -incluso las causadas por propia culpa- se disuelven en cicatrización, en salud, fuerza y claridad, la disonancia se transforma en armonía, los hombres ven la manifestación de la gracia de Dios, concedida a un elegido y por él transmitida a todos?

Así la espinosa senda del honor aparece como una aureola que nimba la Tierra. ¡Feliz el que aquí abajo ha sido designado para emprenderla, incorporado graciosamente a los constructores del puente que une a los hombres con Dios!

Sostenido por sus alas poderosas, vuela el espíritu de la Historia a través de los tiempos mostrando -para estímulo y consuelo, para despertar una piedad que invita a la meditación-, sobre un fondo oscuro, en cuadros luminosos, el sendero del honor, sembrado de abrojos, que no termina, como en la leyenda, en esplendor y gozo aquí en la Tierra, sino más allá de ella, en el tiempo y en la eternidad.

FIN

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